Egipto: De mal en peor

Cinco años después de la Primavera Árabe, los egipcios están con Al Sisi más lejos de la democracia que nunca


El presidente egipcio Abdel Fatah al Sisi. (Foto: AP / Mohamed el Shahed)



Steven A. Cook

El presidente egipcio Abdel Fatah al Sisi está de visita en Washington. Tras ser elegido en 2014, después de haber orquestado un golpe de estado en el verano de 2013, el líder egipcio ha buscado entrevistarse con el presidente de Estados Unidos. Barack Obama fue reacio, debido a la política represiva empleada por Sisi para controlar a la sociedad egipcia. El país es ahora uno de los que más periodistas tiene en las cárceles en todo el mundo, miles han sido arrestados por su oposición al gobierno y las fuerzas de seguridad egipcias mataron a unas 800 personas en un solo día en agosto de 2013.

La visita de Sisi marca el final de este periodo de desconfianza y tensión entre los dos gobiernos. Las autoridades egipcias se mostraron sumamente complacidas cuando, tras una reunión con Sisi en septiembre pasado en Nueva York, la campaña del entonces candidato Donald Trump declaró que “el señor Trump expresó al presidente Al Sisi su firme apoyo a la guerra de Egipto contra el terrorismo y cómo, bajo la Administración Trump, EEUU será un amigo leal, no simplemente un aliado, con el que Egipto podrá contar en los días y años venideros”.

Aunque es difícil saberlo con certeza, dado el estilo político del gobierno Trump, parece claro que la Casa Blanca quiere dar marcha atrás y volver a los tiempos de Hosni Mubarak. En aquellas tres décadas, los sucesivos gobiernos de EEUU apoyaron a Mubarak porque garantizaba que el Canal de Suez permanecía abierto, mantenía la paz con Israel y tenía a raya a los islamistas. Para Trump, con su énfasis en la lucha contra los extremistas, una reedición de Mubarak tiene mucho sentido. Las autoridades norteamericanas descubrirán, probablemente, que esto no va a ser fácil. Egipto es hoy muy diferente y no sale precisamente bien parado si se lo compara con la era Mubarak.

El 24 de marzo, Mubarak abandonó el hospital militar de Maadi, donde había permanecido bajo arresto desde el verano de 2011. El expresidente fue acusado de ordenar el asesinato de manifestantes durante el levantamiento que le derrocó seis meses antes, apropiación indebida de fondos para el palacio presidencial y otros delitos relacionados con sobornos y corrupción. Tras haber sido retirados todos los cargos y con todos los recursos agotados, el hombre cuya ignominiosa caída hace seis años debía haber dejado paso a la democracia en Egipto se dirigió, a través de El Cairo, hacia una villa en Heliópolis, una lujosa zona residencial de la capital.

La liberación de Mubarak fue comentada en varios artículos del New York Times y el Washington Post que lamentaban el estado de Egipto y del estado egipcio. Mubarak es un personaje básicamente despreciado en Egipto, aunque tiene sus seguidores, y es recordado en Washington como el hombre que sucumbió a la combinación de su propia impermeabilidad al cambio, sus ideas autoritarias y el empeño de entregar el país a su propio hijo, que no tenía ninguna cualidad conocida para ejercer el liderazgo. Este despiadado retrato es verídico pero algo impreciso. La era Mubarak fue mucho más complicada y, sobre todo, más exitosa que lo que sugieren los comentarios actuales.

Entre el 14 de octubre de 1981, cuando Mubarak tomó posesión del cargo, y su caída el 11 de febrero de 2011, Egipto experimentó una profunda transformación socioeconómica. No era Corea del Sur, un país con el que se le ha comparado a menudo, pero Egipto había progresado. Según el Banco Mundial, la expectativa de vida para hombres y mujeres se había aproximado a los niveles de los países desarrollados. Tanto la tasa de natalidad como la de mortalidad habían disminuido de forma significativa, y la tasa anual de crecimiento de la población había empezado a estabilizarse. La vacunación de los niños y niñas contra la tuberculosis, la difteria, la tosferina, el tétanos, la hepatitis B, el sarampión y la poliomielitis llegó al 96–98 por ciento; tres décadas antes, oscilaba entre el 41 y el 57 por ciento. La proporción de la dependencia en función de la edad —una medida, aunque no perfecta, de la proporción de la población que depende económicamente de otros— había caído casi una tercera parte, lo que redujo la carga global de los egipcios sobre la fuerza laboral y el gobierno.

Casi tres cuartas partes de la población estaba alfabetizada, una cifra que era todavía baja, pero que expresaba una mejora. Y casi toda la población tenía acceso a la electricidad. Esto no significa que Mubarak fuera un gran hombre, ni que estos cambios no hubieran ocurrido sin él, ni que su equipo económico hubiera resuelto los sempiternos problemas económicos de Egipto. Pero el país había progresado mientras estuvo en el poder. No obstante, existía una amplia percepción de que lo contrario era, precisamente, lo cierto y que esa era la causa del levantamiento de 2011.

Para ser justos, Sisi ha estado muy poco tiempo en el poder en comparación con Mubarak y ha emprendido algunas reformas económicas muy publicitadas —sobre todo por el propio gobierno— que podrían producir resultados positivos. Pero mientras tanto, los egipcios son ahora más pobres que en los últimos tiempos de Mubarak. Además de las reformas de los subsidios y otras medidas positivas, Sisi ha llevado a cabo una serie de medidas económicas que son curiosas, como la construcción de una circunvalación del Canal de Suez, que el gobierno ha promocionado incansablemente como el “Nuevo Canal de Suez”, y la asignación de cuantiosos recursos para la construcción de una nueva capital. Estos son proyectos que podrían ser defendibles en momentos de crecimiento económico, pero no cuando el país necesita salir del desorden económico que han causado la inestabilidad y las malas decisiones de los seis últimos años.

Al igual que Sisi, Mubarak encarceló a sus oponentes políticos, intimidó a los periodistas, hostigó a los blogueros, invadió el ámbito político con falsas ONGs y disfrutó de la indulgencia de un parlamento sumiso. Pero era más fácil expresarse en Egipto en los años 90 y 2000 que en la actualidad. Los liberales egipcios detestan a Mubarak y algunos admiten libremente que otro levantamiento sería un desastre, pero no porque apoyaran erróneamente a Sisi cuando, el 3 de julio de 2013, arrestó al expresidente Mohamed Morsi —el hombre que le había nombrado ministro de defensa— y reinició la política egipcia. Sino porque el país se ha vuelto menos liberal con cada manifestación de frustración e indignación popular.

A pesar de todas las graves violaciones de la libertad de expresión bajo Mubarak durante la última década de su gobierno, periódicos, revistas y otros medios de comunicación criticaban al gobierno e incluso al presidente y a su familia. Solo el ejército era intocable. Los contrarios a Mubarak eran muy conscientes de los riesgos que corrían, pero la mayoría funcionaba abiertamente porque entendía las reglas informales del juego. Ahora no hay reglas y los periodistas, activistas y demás opositores del orden político egipcio son más vulnerables ante los caprichos de los servicios de seguridad que, en el Egipto de Sisi, hacen alarde de su brutalidad con más impunidad que antes.

He aquí, pues, el drama central de la política egipcia en la actualidad: el enfrentamiento entre el estado egipcio y los Hermanos Musulmanes. En los primeros años, los egipcios se burlaban a menudo de Mubarak. Decían que era un lerdo. Ciertamente, carecía de carisma, pero hasta sus últimos años en el cargo fue un político muy astuto. Reconoció que los Hermanos Musulmanes podían ser culpados de una gran cantidad de males que asolaban a Egipto, pero, puesto que tenían hondas raíces en la sociedad egipcia, sería costoso destruirlos. Para Mubarak, los Hermanos Musulmanes eran un problema que tenía que afrontar.

Sisi ha adoptado el enfoque contrario, declarando a los Hermanos Musulmanes como organización terrorista y desatando toda la fuerza del aparato de seguridad del estado para aplastarlos. Los Hermanos Musulmanes no son, precisamente, los reformistas que ellos, sus partidarios y un número sorprendentemente elevado de analistas han dicho ser. En sus primeros intentos de hacerse con el poder, flirtearon con la violencia. Cuando los Hermanos Musulmanes rechazaron promover el cambio político por la fuerza en los años 70, trataron de deslegitimarlo y movilizaron a la sociedad egipcia contra el estado proporcionando servicios sociales y articulando una misión moralizadora que conectaba con los valores de muchos egipcios. También han sido consistente y perniciosamente antiamericanos y antisemitas. Incluso con este repugnante historial, es poco probable que los planes de Sisi para aplastar a los Hermanos Musulmanes funcionen. La organización sigue estando profundamente arraigada en la sociedad egipcia y sus miembros son demasiado tenaces para rendirse. Antes que desaparecer, es más probable que tomen las armas contra el estado. Esta es una especie de profecía autocumplida que es políticamente útil para Sisi, pero también es un factor de desestabilización y polarización de Egipto.

Sin duda, existe un aire de familiaridad en la política egipcia. El Egipto de Sisi es un reflejo del Egipto de Mubarak, que a su vez era un reflejo del Egipto de Sadat, el cual fue una herencia de Gamal Abdel Naser, que fue quien construyó el estado de seguridad nacional en los años 50 y 60. No obstante, la combinación de la violencia de Sisi, sus medidas represivas contra la expresión y el empobrecimiento de su pueblo le colocan aparte. Es pronto para decirlo, por supuesto. Quizá las reformas económicas iniciadas produzcan prosperidad y los Hermanos Musulmanes se den por vencidos, despejando así el camino para una política más abierta y consensual. Pero la trayectoria del país abona una perspectiva muy diferente.

Los valores nunca formaron parte del enfoque estadounidense de Egipto, con la excepción de breves momentos de las presidencias de George W. Bush y Obama. Pero al menos, los presidentes estadounidenses pudieron argumentar que tenía sentido mantener buenas relaciones con Egipto, en parte porque el país del Nilo era estable y compartía intereses con Washington. Solo si uno define los intereses de EEUU en términos de aniquilación de los extremistas exclusivamente, como hace el gobierno Trump, tendremos un discurso diferente.



Steven A. Cook es profesor emérito Eni Enrico Mattei para Estudios de Oriente Medio y África en el Consejo de Relaciones Exteriores. Su nuevo libro False Dawn: Protest, Democracy, and Violence in the New Middle East será publicado por Oxford University Press en junio.

Fuente: Egypt goes from bad to worse: Under President Sisi, the nation longs for the good old days of Mubarak, Salon.com, 2/04/2017

Traducción: Javier Villate (@bouleusis)

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