El genocidio silencioso de Birmania

La dura represión que soportan los rohinyás continúa mientras se celebran las reformas políticas de Birmania, informa Steve Shaw

Un niño rohinyá duerme en el regazo de su madre, en el campo de refugiados de Balujali, en el Bazar de Cox, Bangladesh, el 8 de febrero de 2017. (Foto: REUTERS / Mohamed Ponir Husein)

STEVE SHAW

Desde octubre pasado se estima que centenares de rohinyás musulmanes han sido asesinados en Birmania y decenas de miles han sido desplazados. Sus aldeas han sido incendiadas, centenares de mujeres han sido violadas y muchas otras personas han sido detenidas y torturadas.

Esta oleada de violencia, descrita por un funcionario de la ONU como “limpieza étnica”, se está desarrollando con el pretexto de una operación de contrainsurgencia tras una serie de ataques contra puestos policiales, presuntamente cometidos por militantes rohinyás en octubre. Los ataques dejaron nueve agentes de policía muertos y una gran cantidad de armas y municiones desaparecidas.

El gobierno respondió desplegando sus fuerzas de seguridad, mandadas por el ejército, en el distrito de Maungdaw, de mayoría rohinyá, y anunció una “operación de desminado”. Grupos de ayuda humanitaria, medios de comunicación independientes y observatorios de derechos humanos han sido cerrados y han tenido lugar de forma generalizada actos de pillaje, incendios y devastación. En palabras de Champa Patel, directora de Amnistía Internacional para el Sur de Asia, se trata de un “castigo colectivo”.

Patel dijo también que las acciones del ejército “han ido mucho más allá de lo que era necesario y proporcionado”, y añadió: “Al perseguir a personas, familias y aldeas enteras que claramente no estuvieron implicadas en los ataques, estas operaciones parecen ir dirigidas contra los rohinyás como colectivo, en base a su pertenencia étnica y su religión”.

Unos refugiados rohinyás sentados al borde de la carretera esperan ayuda económica de los viajeros, cerca del campamento provisional de refugiados de Kutupalang, en el Bazar de Cox, Bangladesh, el 8 de febrero de 2017. (Foto: REUTERS / Mohamed Ponir Husein)

Sus comentarios se basaron en los relatos que ofrecieron a varios grupos de derechos humanos testigos oculares de los hechos, refugiados que huyeron a Bangladesh. Describieron actos de terror espantosos cometidos por las fuerzas de seguridad, que disparaban contra los aldeanos desde sus helicópteros de combate, quemaron sus casas y violaron a mujeres y niñas.

Entre una serie de testimonios grabados en vídeo por el Observatorio de los Derechos Humanos, un aldeano dice que cuando el ejército llegó a su pueblo, dispararon de forma indiscriminada a todo el que encontraron. “Viejos y niños, todos fueron asesinados… Muchas personas fueron asesinadas”, dice. Los soldados “sacaron a las mujeres de las casas arrastrándolas por los pelos. Las desnudaron, les pisotearon los cuellos. Les quitaron las blusas y los sujetadores y las violaron en el patio”.

Un aldeano de otro pueblo dio un testimonio similar, afirmando que las fuerzas de seguridad mataron a la gente al azar. Vio cómo mataron a sus hermanos mayores y sus dos hijos y luego les arrojaron al fuego. Los soldados quemaron las cosechas y dispararon al ganado.

El relato tal vez más escalofriante fue difundido por el Myanmar Observer, que describió cómo le arrebataron a una mujer su bebé y lo arrojaron al fuego que consumió su casa. El reportaje sigue diciendo que es posible que otros dos bebés corrieran la misma suerte.

Las autoridades de Bangladesh se resistieron al principio a acoger a los refugiados que cruzaban la frontera, pero la primera ministra Sheij Hasina ha aceptado finalmente proporcionarles refugio por razones humanitarias, y ha pedido ayuda a la comunidad internacional. Vivian Tan, portavoz del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en Bangkok, dijo a New Internationalist que se estima que unos 60.000 rohinyás han huido a Bangladesh desde octubre pasado.

“Los recién llegados contaban cómo habían quemado sus casas y la persecución de que eran objeto los civiles. Muchas mujeres y niños están traumatizados/as y parecen estar en estado de shock cuando ofrecen sus testimonios sobre las torturas y las matanzas de miembros de sus familias, de sus padres, maridos e hijos. Algunos/as dicen que algunas mujeres habían sido violadas y que mataron a niños”, añade.

“Sabemos de un adolescente que recibió un disparo en la pierna en el estado de Rajín y que había pasado a Bangladesh en busca de atención médica. Nuestro personal también encontró a una mujer embarazada que les contó las incursiones que sufrió su pueblo, lo que movió a los hombres, las mujeres y los niños a huir a Bangladesh. En este país, necesitan desesperadamente refugios, comida, agua y atención médica”.

La falta de acceso de los rohinyás a los servicios médicos en Birmania es otro asunto urgente para Haikal Mansor, exresidente de Maungdaw y secretario general del Consejo Rohinyá Europeo. “Solo hay un médico por cada 140.000 rohinyás, mientras que hay uno por cada 681 rajines”, dice.

Estas cifras son 28 veces inferiores a las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS) de un médico por cada 5.000 habitantes, según el Informe sobre el Progreso de la Situación de los Derechos Humanos en Birmania de Thomas O. Quintana. El 70 por ciento de los rohinyás no tiene acceso a agua potable ni saneamiento y el 98 por ciento de las mujeres no dan a luz en un hospital debido a la falta de servicios de salud.

“Estos datos hablan por sí solos. La situación de los rohinyás en términos de atención básica de salud ha alcanzado un punto crítico, ya que las operaciones de desminado han destruido las pocas instalaciones que tenían y ha bloqueado el envío de ayuda humanitaria a los rohinyás desplazados y atrapados en el norte de Maungdaw y otras zonas. A medida que el invierno entra en su fase más dura en la región, los niños, las mujeres y los ancianos son altamente vulnerables. Las hambrunas y las enfermedades contagiosas y crónicas graves se van a cobrar rápidamente su peaje”.

Refugiados rohinyás inspeccionan el interior de su casa en el campamento provisional de Balujali, en el Bazar de Cox, Bangladesh, el 8 de febrero de 2017. (Foto: REUTERS / Mohamed Ponir Husein)

Pocas esperanzas

A pesar de la existencia de abundantes y abrumadoras evidencias, el gobierno de Birmania ha rechazado reiteradamente todas las alegaciones sobre abusos de los derechos humanos y afirma que los verdaderos culpables son los militantes rohinyás. Cuando Reuters le preguntó a un portavoz del gobierno sobre la violencia sexual, este dijo: “No es posible cometer violaciones en medio de un pueblo de 800 casas donde están ocultos los insurgentes”.

El presidente de la Investigación del Estado de Rajín, U Aung Win, también negó la existencia de violaciones, argumentando que los soldados no violan a las mujeres rohinyás porque “son muy sucias”.

Pero lo más significativo ha sido el silencio de la líder política y premio Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi. La que fue vista una vez como símbolo de la democracia y los derechos humanos en Birmania, y que tenía el apoyo de EEUU y Europa, se ha convertido en el/la primer dirigente político/a del país elegida democráticamente en más de 50 años.

Su incapacidad o falta de voluntad para dar una respuesta real a la violencia militar está en conjunción con la constitución del país, que da a su partido, la Liga Nacional por la Democracia (NLD), una mayoría en el parlamento, pero restringe severamente sus poderes cuando choca con el ejército, con quien debe compartir el poder. Toda política que afecte a la seguridad está bajo el control del ejército, que anteriormente dirigía el país y ahora controla los ministerios de defensa, interior y seguridad de fronteras.

También se ha especulado con que podía estar permitiendo la violencia, pues su postura oficial sobre los rohinyás nunca ha estado clara, aunque parece haber sido negativa. En el pasado, Suu Kyi declaró que los rohinyás no estaban reconocidos entre los 135 grupos étnicos oficiales de Birmania y prohibió a las autoridades que utilizaran el nombre de la comunidad, alegando que no ayudaría a la reconciliación nacional.

Tampoco ha hablado en favor de la comunidad rohinyá y ha rechazado las acusaciones de limpieza étnica cuando estalló la violencia sectaria en 2012, bajo el gobierno militar. Los choques, protagonizados por líderes de la comunidad y monjes budistas armados con machetes, espadas, armas caseras y cócteles Molotov, dejaron más de 140.000 desplazados y más de 100 personas muertas. El Observatorio de los Derechos Humanos consideró que las fuerzas de seguridad y la policía local no impidieron la violencia e incluso participaron en ella.

No haya podido o no haya querido actuar, Suu Kyi no ha hecho nada y muchos que le apoyaron y le votaron se han desilusionado. Algunas de las políticas de derechos humanos más importantes por las que luchó en el pasado están también en peligro. Chris Lewa, director del Proyecto Arakan, que lucha por los derechos de la minoría rohinyá en Birmania, ha calificado su actitud como absolutamente decepcionante.

“No solo ha permanecido básicamente en silencio sobre la situación de los rohinyás, sino que ha negado que el ejército esté perpetrando graves violaciones de los derechos humanos contra la población civil en Maungdaw, bajo la cobertura de operaciones de desminado”, dice Lewa.

“Su propia oficina creó un comité de información que se limitaba a reproducir las versiones de los hechos proporcionadas por el ejército, y la comisión de información que estableció carece de independencia y credibilidad, pues incluye a antiguos y actuales oficiales militares. Lo que se necesita es un cese inmediato de todos los abusos contra los civiles y un acceso inmediato a la ayuda humanitaria”.

El 29 de diciembre, un grupo de 23 premios Nobel, entre los que se encontraban el arzobispo Desmond Tutu y Malala Yousafzai, envió una carta abierta al Consejo de Seguridad de la ONU en la que se le instaba a levantar todas las restricciones a la ayuda humanitaria en el estado de Rajín y el fin de “la limpieza étnica y los crímenes contra la humanidad”.

“Si no tomamos medidas, la gente puede morir de hambre o por las balas”, decía la carta. “Una cosa es detener a los sospechosos, interrogarles y llevarles a juicio. Y otra bien distinta es disparar a miles de civiles desde helicópteros artillados, violar a mujeres y arrojar a bebés al fuego”.

Refugiados rohinyás sentados en el interior de su casa en el campamento de refugiados de Balujali, en el Bazar de Cox, Bangladesh, 8 de febrero de 2017. (Foto: REUTERS / Mohamed Ponir Husein)

Intereses comerciales

A pesar de que hay evidencias que llevan a pensar que las autoridades birmanas pueden ser responsables de genocidio, la comunidad internacional no está haciendo gran cosa. El gobierno de EEUU, que ha apoyado siempre a la NLD y a la transición democrática del país, ha enviado mensajes contradictorios.

El diplomático estadounidense para Asia Oriental Daniel Russel ha criticado la escalada de violencia del ejército y ha advertido de que, a menos que se desactive la crisis, el gobierno corre el riesgo de crear extremistas yihadistas. Pero en su último mes como presidente, Barack Obama ignoró la brutal represión y anunció que EEUU levantaría las sanciones económicas, alegando que se habían producido “avances sustanciales en la mejora de los derechos humanos”.

Obama justificó el levantamiento de las sanciones diciendo que era lo más correcto para ayudar al pueblo de Birmania, pero los birmanos nunca fueron el blanco de las sanciones, sino que se centró en individuos y empresas que apoyaron al anterior régimen militar.

Muchos de esos individuos son ahora personalidades importantes de grandes empresas y responsables directos de buena parte de la violencia que sufre el país, incluida la persecución contra los rohinyás. Sin sanciones, podrán asociarse con grandes compañías transnacionales y conseguir una importante influencia económica.

El gobierno de Obama puede haber contribuido involuntariamente a crear las condiciones que han hecho posible la pesadilla de Rajín. Sin más margen de maniobra, las futuras administraciones se verán obligadas a depender solamente de tácticas diplomáticas mientras ven cómo el ejército comete nuevas atrocidades.

Los rohinyás han sido perseguidos en Birmania durante décadas y, a pesar de ser considerada por la ONU como la minoría más perseguida del mundo, la comunidad internacional ha mantenido silencio las más de las veces. Pero la brutalidad de los acontecimientos que están teniendo lugar en estos momentos muestra que existe la necesidad urgente de romper ese silencio. Hay que impedir el genocidio y hay que realizar una investigación internacional, mientras la ONU y los líderes mundiales presionan a la NLD para que levante inmediatamente el bloqueo de la ayuda humanitaria.

Las informaciones procedentes del país pintan un panorama de una situación inquietantemente similar a la del genocidio ruandés de 1994 contra los tutsi. Entonces, como ahora, la comunidad internacional no tomó ninguna acción y fue cómplice de destrucción y muertes a una escala inimaginable. Una vez terminado el genocidio vinieron las disculpas y, para mostrar que había que aprender la lección, todo se resumió en dos palabras: “nunca más”.

Sin embargo, las señales de advertencia han proliferado durante años. La ONG Reforzar los Derechos informó en 2015 que los gobiernos de EEUU, Unión Europea y Gran Bretaña estaban observando pasivamente el genocidio de los rohinyás mientras saludaban las reformas políticas del gobierno birmano. Estas reformas ya se han desarrollado en gran medida y el país ha dado pasos importantes mediante elecciones democráticas, pero los rohinyás no han visto ningún cambio positivo. Siguen siendo apátridas, siguen siendo perseguidos y ahora se enfrentan a una campaña de violencia sin precedentes que no muestra signo alguno de esperanza.


Fuente: Burma’s quiet genocide, New Internationalist, 20/02/2017

Traducción: Javier Villate (@bouleusis)

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